viernes, 22 de junio de 2012

Perfecta provocación

Volvió a llamarme. Después de largos minutos sin dirijirnos la palabra. Insinuó cosas que no entendía. Hizo cuestiones que no comprendía a qué venían. Ciertas o falsas, iba a defender mi certeza. Negaría todo cuanto no fuese verdad. Grité. Él me odiaba más que antes. Me lo demostró. Acabé en la pared, con su cuerpo presionando el mío. Casi sin aliento. Con su rostro tan cerca que divisaba cada mínimo movimiento. Me reclamaba lo que decía, me admitía lo que en mi cabeza no era cierto. Hablaba del pasado. De un pasado que no recuerdo. La rabia me llenaba por dentro. No sabía por qué no comprendía lo que le decía. No entendí por qué se empeñaba en torturarme con cosas que no eran ciertas, con palabras que rasgaban lo más profundo del alma que ya no me quedaba. Lo negué todo mil veces. Y lo seguiré negando mil veces más, hasta el cansancio. Clavó sus garras en mi cuello. Todo en mí lo maldecía. Aprisionó mi cuerpo con el suyo. Me mentí, quería apartarlo, pero incluso en esas condiciones quería que su cuerpo se pegara tanto al mío que se desquebrajaran mis huesos, que me asfixiase, con su boca rozando la mía, con su ira. Me dejé hacer. Grité una vez más lo que pensaba. Llegamos a ponernos en bandeja del otro para acabar con ésto de una vez por todas. Nos negamos a hacerlo así. Me negué a ello. No era eso lo que quería. Se hirío sin importarle nada, provocándome, incitándome a terminar con todo en ese momento. Lo aparté dejándolo en la pared y yo a un metro de él. Me provocó. Mi sangre corría por mí a velocidad de infarto. La rabia hizo reaparecer el odio.

Lo clavé en la pared de la misma manera que él lo había hecho. Ojalá mi intensión hubiese ido más allá de una simple advertencia. Todo en mí cambió en un sólo instante. No, no era por lo que había hecho, por lo que me había dicho. La razón era tan simple como no poder soportar estar frente a él, a tan corta distancia, querer acabar con él en un segundo, y que me ganen las ganas de posesión, antes que la masacre que vive en mí, cuando su cuerpo roza el mío. Me aparté una vez más. Continuamos como si nada hubiese pasado. Pero algo pasó por su cabeza. Esa mente retorcida que produce excitaciones hasta el muerto más encerrado en el Infierno. En eso me convirtió en el momento en que relató mis palabras. En el que sus manos paseaban por mi cuerpo, conociendo el camino exacto en cada centímetro. Susurrándome al oído. Mi cuerpo aguantaba el estremecimiento. Resistí las ganas de que continuase. Todos mis sentidos habían quedado bloqueados ante el paso de su boca por mi cuello, hasta mi lóbulo. Deseando más cuando me volvió a acorralar en la pared. Sentí mi cuerpo arder por dentro. Sí, quizás exitada. Para qué negarlo. Ambos sabemos que esa es la manera de hacerlo. Él la conoce mejor que nadie. Su boca acabó cerca de la mía. Sus dientes se clavaban en mi labio. La sangre recorría mi boca y él, se apoderó de ella. Todo acabó en un beso. No, no en uno cualquiera. En los que sólo él sabe dar. De los que me dejan sin aliento y me incitan a pedir más. No lo voy a negar. Siempre deseo más de lo que no me da. No hasta el final. Su provocación es perfecta, y yo soy adicta a ella. No es un capricho, ni una obsesión. Es él y su perfección. Es la droga por la que sucumbo mi adicción.

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