Sentí una gran presión en el pecho. Luego se convirtió en un molesto nudo en la garganta. Tenía la sensación de que me faltaba aire. Necesitaba salir de esa estancia. Caminaba hacia la entrada y el nudo parecía querer ahogarme. Apuré el paso. Al salir me encontré con el olor y la caricia del manto nocturno. Ya era más de media noche. Sentía cómo unas ínfimas gotas de rocío bañaban las partes visibles de mi cuerpo. Me aproximé al muro que tenía frente a mí. Oía el susurro de las olas al romper en los salientes y las orillas, a pesar de estar a kilómetros de distancia. Apoyé las manos en el borde del muro, con un leve impulso quedé de pie sobre él.
La brisa me envolvía. Oí una ola romper con fuerza en la
orilla. En ese instante vino a mi mente su imagen, a mis oídos su voz. Unas
lágrimas cálidas recorrían mis mejillas y el nudo de mi garganta empezada a
desaparecer. Momentos pasaban como diapositivas por mi cabeza, alguno que no
recuerdo su motivo, pero ahí estaban, una tras otra, como si fuera mi último
momento de vida. Quizás no fuese más que la melancolía que arrastraba desde
hace semanas o un nuevo presentimiento avisándome de algo. Empezaba a rodearme
una ligera niebla. El rocío comenzaba a condensarse sobre mi piel formando
pequeñas gotas, las mismas que se mezclaban con las lágrimas que bañaban mi
rostro.
De un momento a otro la niebla por minutos se hacía más
espesa y cubría todo cuanto mi mirada alcanzaba a observar. No veía la larga
distancia que me separaba del fondo. Apenas divisaba el estrecho espacio sobre
el que estaba de pie. Ya sólo quedaba el silencio. El murmullo de los árboles
contestando a la ligera brisa. La melodía repetida con diferente fuerza que
dejaban las olas. Los rayos de una inmensa luna llena, que se colaban por los espacios
que dejaba la niebla e iluminaban mi alrededor ya borroso. Mi cuerpo se volvía
frío como las palabras que recordaba haber leído. La confusión empezaba a
inundarme y la desesperación parecía querer acabar conmigo. Sentía derrumbarme
y quedé de cuclillas sobre el muro. La presión de mi mente era mayor. Mi
respiración se aceleraba. Las pulsaciones iban a velocidad de vértigo. Sostuve
la rabia inminente que me llenaba. Mi mandíbula parecía que acabaría
desquebrajándose. Cerraba la mano, que no tenía apoyada sobre el muro, en un
puño con tanta fuerza que las uñas se clavaron en la palma. Mantuve el grito
que cobraba fuerza en mi cuerpo queriendo escapar. Lo aguanté cuanto pude. Pero
no pude luchar contra lo que sentía. En el último instante quise liberarlo.
Dejaron de haber latidos. Me quedé sin aliento. Todo acabó con su nombre en un
suspiro. Terminaron las presiones.
Me tumbé sobre el fino borde del muro. Sólo tenía una imagen
en la mente. Un único instante congelado en el tiempo. Algo aparentemente tan
real como lo sentí en su suceso. Una mirada fija que reflejaba un deseo. Una
única imagen irrepetible e inigualable. Una foto... Las lágrimas volvían a
resbalar ligeras por mi rostro. Recordaba haberme prometido nunca más volver a
sentir nada por nadie. No volver a hacerme daño. Quizás así todo hubiese sido
más fácil. Mas, me fue imposible resistirme a lo que me hacía sentir. Fuese o
no recíproco, no quería evitarlo.
Habían pasado largos días hasta este instante. Meses que
parecían interminables. En ese momento tenía tantas ganas de tenerlo cerca.
Realmente estar sobre su cuerpo. Entre sus piernas. Sus brazos rodeándome. Sus
manos acariciando mi piel, mi rostro. Su mirada clavada en mí. Deseaba tenerlo
ahí. Quizás perderme en su boca. Precipitarme en sus ojos como si de un abismo
se tratase. Deshacerme de la muralla que había puesto entre nosotros. Perder el
miedo a sentir. Olvidar todo cuanto existía, mientras sus dedos se entrelazan
con los míos. Cederle mi vida que ya, desde entonces, es suya. Lo anhelaba así,
tal cual mi mente lo imaginaba. Mi cuerpo se estremeció.
El viento, el rocío y la espesa y fría niebla helaban mi
rostro, las lágrimas. El azul de mis ojos permanecía ahogado. Mis labios aún
estaban tibios. Mis mejillas comenzaban a tornarse de un carmín apagado. Sentía
el frío pasear por mi cuerpo. Mi piel era cada vez más pálida, sin perder su
tersura. Me reincorporé, quedando sentada con las piernas recogidas en cruz,
rodeadas por mis brazos. Mi vestido negro, dejaba gran parte de mi cuerpo descubierto.
La fina gasa de su última capa ondeaba con mi pelo como acompañante. Apoyé la
cabeza de lado sobre las rodillas. Observaba lo poco que la niebla me dejaba
ver del mar y el horizonte. Una suave brisa apartaba mi pelo y dejaba al
descubierto mi espalda. Cerré los ojos e imaginé que su mano lo había hecho. Mi
mente seguía más allá de eso haciéndome creer que él estaba allí. Que su tacto
recorría mi cuerpo. Que su boca besaba mi cuello. Que oía su respiración. Que
me abrazaba. Que me susurraba al oído. Pero no eran más que las sensaciones
producidas por la necesidad de estar con él.
Ahí me quedé, imaginando, intentado recordar. Avivando
ilusiones. Sé que pasaron varias horas y que no faltaban muchas más para ver la
primera luz del alba. El tiempo iba tan deprisa como lo hacía en nuestros
encuentros. Sequé mis últimas lágrimas. Permanecí ahí sentada y pensando en él.
Hasta el día de hoy...
...Aún sigue en mí.
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